Historia de la traducción / historia de la interpretación ¿Por qué no se pueden disociar en los contextos coloniales?
By inTRAlinea Webmaster
Abstract
English:
The field of translation and interpretation history is under permanent extension. The multitude of cases and specificities endless. My point of view, which I share with those of us working on this line in the Alfaqueque group, is that, as historical constants, translation and interpretation provide keys to understanding intersocial and interlinguistic processes or dynamics. Therefore, the richness of their study goes beyond strictly disciplinary interest. Approaching our objects of study considering the possible interpretation from other disciplines, history first and foremost, imposes healthy cautions and raises new questions. One of them is what I am trying to clarify here. Professional translation studies have accustomed us to separate oral practice from written practice, which is why the study of translation has generally followed different paths from thinking about that of interpretation, and so has their historiography. In this communication, I will present, with the help of some examples, the reasons why I believe that history itself, in some cases, disproves the usefulness or relevance of such divide, which can only be justified from a monodisciplinary perspective.
Spanish:
La historiografía de la traducción y la interpretación es un campo en permanente expansión. La multitud de casos y de realidades no se agota. Nuestro punto de vista, compartido con quienes en el grupo Alfaqueque trabajamos esta línea es que, por ser constantes históricas, la traducción y la interpretación encierran claves para comprender procesos o dinámicas intersociales e interlingüísticas y, por lo tanto, su interés trasciende el estrictamente disciplinar. Aproximarnos a nuestros objetos de estudio considerando la posible lectura de otras disciplinas, la historia en primer lugar, nos impone saludables cautelas y plantea nuevas preguntas. Una de ellas es la que tratamos de dilucidar aquí. La traductología profesional nos tiene acostumbrados a separar la práctica oral de la escrita, y por eso el pensamiento sobre la traducción ha corrido (en general) por cauces distintos del pensamiento sobre la interpretación, y también la historiografía de una se ha separado de la de la otra. En esta comunicación expondremos, con ayuda de algunos ejemplos, las razones por las que pensamos que la historia misma desmiente en algunos casos la utilidad o pertinencia de tal separación, que solo se justifica en una perspectiva monodisciplinar.
Keywords: translation history, interpreting history, colonial history, historiography, historia de la traducción, Historia de la interpretación, historia colonial, historiografía
©inTRAlinea & inTRAlinea Webmaster (2025).
"Historia de la traducción / historia de la interpretación ¿Por qué no se pueden disociar en los contextos coloniales?"
inTRAlinea Special Issue: Intérpretes: historiografía, contextos y perspectivas de una práctica profesional
Edited by: Críspulo Travieso-Rodríguez & Elena Palacio Alonso
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Introducción
Proponer de entrada que se pueda abordar simultáneamente historia de la traducción y la interpretación obliga a dar un rodeo por la manera en que se ha constituido nuestro saber acerca estas dos modalidades del ejercicio de la mediación lingüística. Recordemos, entonces, que en la tradición del pensamiento europeo sobre la traducción, la traducción escrita y literaria (la “gran” prosa, poesía o dramaturgia) han estado siempre en una posición de jerarquía respecto a las demás formas, que se han visto como periféricas, como modalidades de la traducción “central”[1] y especialmente, de la traducción literaria, que vendría a ser la “hipercentral”. La tradición y el nacionalismo literarios han contribuido a esta categorización (que los Descriptive Translation Studies y la producción posterior se han encargado de sacudir saludablemente). Pero, además, una parte de los estudios sobre historia del libro y la lectura, y de sociología de la literatura, todo ello sin duda muy bienvenido, ha reforzado implícitamente en nuestra disciplina la idea de que la traducción que importa sigue siendo la “savante”, y que las demás prácticas y géneros de traducción, la interpretación, entre ellas, pertenecen al mundo de las técnicas y los saberes aplicados. Se han tratado, entonces, como derivadas menores de la “gran traducción”, aquella que motiva y alimenta la reflexión teórica, y que es capaz de dialogar con otras disciplinas.
La sistematización de los estudios de interpretación, con Pöchhacker (Pöchhacker y Schlesinger 2002; y Pöchhacker 2004)[2], en particular, ha subrayado la importancia y especificidad de la traducción oral en el ámbito de los estudios traductológicos. De hecho, ya hacía más de una década que estaban proliferando investigaciones sobre interpretación, impulsadas tanto por la multiplicación de posgrados como por la toma de conciencia cada vez mayor de los problemas de comunicación que traía consigo el fenómeno de las migraciones. En el ámbito de la historia, ha sido constante el interés de la disciplina desde hace años, y en particular en el grupo Alfaqueque[3], llevamos quince años de intensa actividad de investigación, publicaciones y congresos sobre el tema. Al mismo tiempo, los estudios coloniales y postcoloniales del ámbito hispanoamericano, en particular desde los trabajos de Serge Gruzinski (1988), Duverger (2007), Durston (2010), Ramos y Yannakakis (2014) y otros, empezaron también a interesarse seriamente por las mediaciones, mestizajes y figuras mediadoras, buscando ya en los últimos años un diálogo con nuestra disciplina (Cunill y Glave 2019). Y así, desde los dos frentes: el de la traducción y el de la historia, antropología y sociología, puede decirse que se avanzó hacia ese “giro cultural” de los estudios de interpretación, anunciado por Michael Cronin en el epílogo “Looking Ahead” al Interpreting Studies Reader (Pochhacker y Schlesinger, 2002: 385)
Cronin hizo ahí un muy atinado repaso crítico a las condicionantes que pesaban sobre el estudio de la interpretación hasta entonces; en particular señaló el sesgo geopolítico y eurocentrista que había colocado en un pedestal a la interpretación de conferencias, y la tendencia de las investigaciones hacia el positivismo en detrimento de los estudios empíricos. En su crítica apuntaba al crecimiento de los estudios sobre interpretación comunitaria y otros, así como sobre el papel de los mediadores en la globalización, en lo cual profundizó en su Translation and Identity (2006)[4]
Este crecimiento parece haber delineado de forma más precisa la separación entre traducción escrita e interpretación o traducción oral, una separación que parece provenir primordialmente de la organización disciplinar, el afán de especialización, y las tradiciones formativas, y que no es reflejo, creemos, de la realidad profesional. Tampoco nos parece siempre justificable desde la perspectiva histórica, como veremos.
De hecho, desde la experiencia propia en investigación histórica colonial (ss. XVI-XIX) y sobre la relación entre el castellano y las lenguas indígenas, ha resultado en ocasiones no solo lógico sino necesario abordar la mediación lingüística como un solo fenómeno, enfrentándonos a prácticas de traducción y de interpretación que no se entenderían lo bastante bien por separado. Son casos en que, haciendo historia de la traducción, emergen los intérpretes, o viceversa, estudiando intérpretes, aparecen las traducciones, y casos en que traductores e intérpretes son la misma persona, o en que la traducción escrita es producto de una interacción mediada por intérprete; casos, también, en que es la traducción oral la que predomina en una relación determinada, porque uno de los dos colectivos o sociedades así lo prefiere, y lo impone, como es el caso mapuche en la Araucanía.
Son lo suficientemente llamativos para que inviten a regresar al punto de desvío en que se separan traducción e interpretación, y replantear, a la luz de los estudios históricos, hasta qué punto es una dicotomía de base epistemológica, o si es circunstancial y se debería justificar caso por caso. Ya en una publicación anterior argumentábamos que la historia de la traducción podría aportar novedad al conocimiento de la historia general (Payàs 2006) ¿Podría acaso poner en cuestión también alguna de las bases sobre las que teorizamos la traducción misma?
Observar traducciones y escenas de interpretación en la historia. La mirada telescópica/microscópica
El análisis de traducciones en perspectiva histórica nos informa acerca de sus contextos de producción, agentes, individuos o instituciones implicados, condiciones materiales de producción, reproducción y difusión o conservación: redes, circulación, recepción. Informa, también, sobre los discursos e idearios que se estiman traducibles, de interés, o no traducibles, carentes de interés, sobre las contigüidades discursivas y las relaciones intertextuales (entre textos sean o no traducciones), y también acerca de las relaciones entre lenguas. Podríamos decir que el estudio de las traducciones sobre soporte textual, por su materialidad y vocación de permanencia, produce información sobre las representaciones que una sociedad construye respecto de la otra, siendo estas diversas en cuanto a lengua.
Cuando las fuentes registran casos de alguna significación histórica en que hayan mediado intérpretes, incluso cuando la mención es breve o parece insustancial, son también varios los aspectos que pueden arrojar pistas o directamente producir información de relevancia. Desde luego, el contexto mismo en que se presta el servicio (diplomacia, guerra, evangelización, comercio…) y la calidad de sus agentes y participantes, las relaciones jerárquicas entre ellos, las instituciones que los amparan y cómo se relacionan entre ellas, el grado de tensión o conflicto, la duración del evento, la forma en que es reclutado el intérprete y los roles adicionales que desempeña (espionaje, protocolos, mediación, negociación). Puede que la fuente nos permita saber también si opera solo, si es letrado, si es funcional en las dos lenguas, si está fidelizado a una de las partes y quiénes son los que dependen de él. Este conjunto de observaciones, sistematizadas en protocolos[5], permiten dar cuerpo a los actos de interpretación.
Una combinación de miradas telescópica y microscópica (Ginzburg 1989, Tymockzco 2002) resulta muy pertinente para comprender las funciones históricas de la traducción y la interpretación. Para la mirada telescópica nos es de gran ayuda periodizar, operación propia del método histórico que no puede dejarse al azar de los cortes por decenios o siglos, sino que debe dar a entender las dinámicas propias de los acontecimientos que son objeto de la historiografía.
En lo que respecta a historia de la traducción hispanoamericana hasta el siglo XX, la presencia material de los textos, la existencia de un mundo editorial, de una circulación de autores, estudiados de una u otra manera por la historiografía literaria, permiten sugerir una periodización general (desde el punto de vista del colonizador europeo, desde luego) a partir de dinámicas sociohistóricas, literarias y lingüísticas ya conocidas: desde la caída de Tenochtitlán (1521) a mediados del siglo siguiente se lleva a cabo una primera gramatización de las principales lenguas indígenas con la presencia del latín como modelo y el castellano como lengua vehicular, se fijan los primeros conocimientos de las culturas autóctonas (con base en traducciones) y se construye el relato providencialista de la conquista. Este sería el primer periodo, llamémosle colonial temprano, de conquista y desmantelamiento del orden indígena; políticamente corresponde a la monarquía de los Habsburgo y lleva el sello de unas u otras órdenes religiosas según los territorios y sus dinámicas de ocupación y expansión.
El segundo periodo, que llamaremos colonial tardío, hasta los albores del XIX, estaría marcado por el apogeo y desaparición de la Compañía de Jesús, las reformas borbónicas, la ilustración católica y el nacimiento del nacionalismo criollo, que llevará a la independencia de España. Si bien se trata de erradicar las lenguas indígenas por decreto (1770), el interés científico e ilustrado producirá una segunda oleada de obras gramaticales y traducciones de esas lenguas, mientras se traduce de otras, como el latín y griego. Desde el exilio, los jesuitas reelaborarán la historia de los respectivos territorios americanos en que operaron, perfilando así una historiografía nacional. La traducción forma parte de los instrumentos que permiten en ambos periodos la constitución de este saber histórico, que estaba contenido en las lenguas autóctonas y sus registros.
El tercer periodo, o periodo republicano, que abarca el resto del siglo XIX, comprendería la producción de traducciones ligada a los idearios de la independencia, la instalación de los modelos de república inspirados en el pensamiento liberal europeo y estadounidense (con sus paréntesis monárquicos en algunos casos). Se traduce entonces del francés e inglés, principalmente. Es también el periodo en que se construye el relato científico de las culturas autóctonas y sus lenguas, en el marco del evolucionismo y el positivismo modernos, proceso en el que la traducción tendrá de nuevo un papel importante.
Esta periodización general, que tiene una base en la historia social, política y literaria, no responde a la pregunta de cómo es que se ha traducido, sino a la de qué hacen las traducciones en la historia, cuál es su lugar. Escapa, por lo tanto al peligro de otras, que se hacen teleológicas o que atrapan a los objetos traducción en compartimentos estancos, peligro que advertía Clara Foz (2006). Esta periodización subyace a los estudios que hemos publicado en el marco de diversos proyectos de investigación relativos a los casos de México (Payàs 2010b) y Chile (Payàs 2012), y es posible defender su pertinencia para los demás territorios hispanoamericanos, en lo que a traducción respecta.
Podemos luego cruzar esta periodización con las variables de país o territorio, y con una clasificación por géneros, pues cada periodo tiene una producción cuantificable y caracterizable de traducciones: las de materia misional y devocional, las de materia histórica, científica, ensayo, literatura, etc… También podemos cruzarla según soportes: el libro, la revista, la prensa periódica, el folleto, según lenguas o según orígenes o características sociogenéticas de los traductores o traductoras. Todo ello produce información de interés, no solo para la historia disciplinar sino para la historia general, la historia intelectual, historia literaria, de la ciencia, etc… A medida que reducimos la escala de observación, como lo hace Andrea Pagni en sus excelentes trabajos de cotejo (Pagni 2003), por ejemplo, el método es más monodisciplinar, de microscopio, pero las preguntas de investigación siguen obedeciendo a estos cruces con otras ramas o corrientes historiográficas que se interesan por nuestros objetos[6].
Ha sido más difícil justificar el interés de una historia de la interpretación o de los intérpretes como para que nos preguntemos acerca de las posibilidades o la simple necesidad de una periodización. Al ser un servicio ubicuo y poco visible, sin posibilidades de llamar la atención a menos que de él dependan figuras o sucesos de importancia histórica, no había interesado a la historiografía hasta hace pocos años. Incluso en nuestro ámbito intradisciplinar, la historia de la interpretación ha sido una rama marginal, más bien estudiada como especialización en el posgrado. Como la interpretación no produce materiales y está registrada aleatoriamente en los archivos o solo en la documentación secundaria o de referencia, es una historia atomizada, muchas veces a base de casos aislados. Jesús Baigorri (2006: 102) planteó certeramente el problema: una fuente X nos dará información sobre un intérprete , y eso puede ser de interés acotado; si queremos contribuir a la historia de la interpretación, nuestra historia disciplinar, tendremos que incorporar otras fuentes, quizá sobre otros intérpretes en el mismo contexto, las instituciones que los contrataron, etc., pero si lo que pretendemos es hacer un aporte a la historia, habrá que situar todos estos datos en un marco de un nivel más general, y vincularlos a preguntas que quizá no tengan que ver con la interpretación. Este es el desafío al que nos enfrentamos. Uno de ellos. Otro es la magnitud del campo y las lagunas que subsisten por la dispersión y lo magro de las fuentes.
Los recientes esfuerzos por llenar estos vacíos y conocer, si no las interacciones mismas que se dieron mediante intérpretes, al menos el contexto en que se produjeron y las vidas de sus protagonistas, las funciones que se les encargaron, como es el caso de la administración de justicia en las principales audiencias virreinales, México y Los Reyes (Lima), ofrecen apenas un vislumbre del fenómeno, del inmenso caudal de casos que quedan por conocer y poner en relación de manera que se justifique una clasificación de orden diacrónico u otro. Es muy posible que nos encontremos todavía en tanteos, mientras vamos consolidando un diálogo interdisciplinar entre historiadores profesionales y traductores/intérpretes historiadores, en el que podamos intercambiar preguntas y métodos; porque de esta práctica social los que venimos del oficio conocemos el funcionamiento interno o inmediatamente contextual, pero no siempre la profundidad o los alcances históricos.
Lo que sí sabemos y son datos que han de importar a la historia, es que la interpretación debe entenderse como perteneciente a la categoría de servicios de la comunicación (con lo que representa ser un servicio en cuanto a inserción en un marco normativo); que es una práctica absolutamente regular en su ejecución a lo largo de la historia (hasta la aparición de las tecnologías de sonido); y que surge a instancia de parte (no aparece si alguien no la pide) cuando no hay una lengua común (revela la jerarquía o diferencias de poder entre lenguas). La presencia de intérprete es, por lo tanto, indicativa de diferencia lingüística (y cultural) y de deseo o necesidad de comunicación. Puede, por lo tanto, dar indicios de muchos otros aspectos en una relación. Además, mientras se cumplan estas dos condiciones: diferencia insalvable y necesidad empírica, encontraremos intérpretes. Si no hay comunicación o no hay interés en ella, no hay intérpretes; y cuando una lengua ha asimilado a la otra, o cuando una sociedad se ha impuesto a la otra, los intérpretes desaparecen de escena. Podemos, entonces, vincular el factor de presencia o ausencia de intérpretes con el estado de vitalidad de las lenguas y el poder que en ellas se encuentra codificado.
Esta condensación de factores, y la dificultad de extrapolación o vinculación a una escala mayor de acontecimientos, hace comprensible que más que con una mirada telescópica (que lleva naturalmente a organizar la información por periodos), los casos de interpretación hayan sido estudiados al microscopio, incluso con un enfoque microhistórico. Este tipo de estudios ha resultado productivo, y, a la vez, apasionante. Productivo porque nos revela el estado de las relaciones y de los mecanismos de poder y resistencia en un momento determinado, y apasionante porque es siempre un estudio biográfico, en el que se hacen presentes los individuos, con su subjetividad, sus cuerpos y sus voces.
Si consideramos entonces que los objetos-traducción producen representaciones, en lo cual reside (aunque no únicamente) su poder explicativo, y que estas representaciones son periodizables y pueden producir efectos de larga duración, en los sucesos mediados por intérpretes, relatados con mayor o menor intensidad o mayor o menor intención, es la fuerza del momento, la inmediatez de la interacción, el riesgo preciso del malentendido, la tensión palpable en el relato, lo que se hace presente en el relato. Toman forma y cuerpo los personajes, la situación, y lo que está en juego en ella. El estudio de los contextos inmediatos y la observación a pequeña escala parecen ser el método más productivo.
Si es así, podríamos, tomando (abusivamente, es cierto), los conceptos de Gumbrecht, decir que la traducción produce efectos de representación, mientras que la interpretación produce efectos de presentificación[7]. Ambos contribuyen, por separado o complementándose, según los casos, a conocer el papel de la mediación lingüística en la historia, cosa que interesa tanto a la traductología como a la historia.
La confluencia de la traducción oral y escrita
Como ya dijimos, la traducción y la interpretación son constantes históricas, y, además, se ejercen siempre del mismo modo. Esta regularidad y ubicuidad facilita las analogías, y explica la libertad que nos tomamos de explorar casos de distintas épocas y contextos.
Con todo, una perspectiva situada, que comporte una discusión sobre el método (telescopio/microscopio, periodización o estudio de caso) y tome en cuenta las tradiciones y contextos históricos de los que surge la necesidad de traducir o interpretar, parece ser la idónea, como lo propuso Antoine Berman en una de sus tareas de la traductología. Aunque se pretenda establecer una generalización, una teoría universal, toda reflexión sobre la traducción, dice, debe tener en cuenta la tradición particular a la que pertenece: “La manera en que emerge la problemática de la traducción no es la misma en la tradición francesa que en la tradición alemana, anglosajona, rusa, española, o – a fortiori- en el Lejano Oriente. No es la misma en un ‘pequeño país’ cuya lengua solo se habla en él, que en un país grande, cuya lengua sea transnacional y cuyo espacio es a menudo también multilingüe, etc…” (Berman 1989: 679)
Por lo pronto, convengamos en que traducción y escritura van de la mano en la historia hispanoamericana, y eso puede decirse con especial pertinencia porque en América la llegada de la escritura alfabética tiene fecha y consecuencias. El encuentro del castellano con la diversidad lingüística local y con los registros no fonéticos, otras convenciones escriturales, como las que se encuentran en los códices en Mesoamérica (Duverger 2007) u otros soportes, como los khipu y llautu (Fossa 2019) en la región andina, que los españoles conocieron, usaron y destruyeron, y reemplazaron por la escritura alfabética, fue una de las consecuencias. Luego algunos misioneros lamentaron esas pérdidas, y tuvieron que recomponer la información contenida en ellos, buscando o a quienes pudieran leer y explicar los que habían escapado a la destrucción, y mandando hacer otros similares, ahora con glosas y traducciones, y siempre con la ayuda de intérpretes.
La traducción escrita que se inaugura en el siglo XVI es, desde luego, posterior a la oral, porque la experiencia del traducir se hace primero en la voz y el gesto. Interpretando fue como se dio la interacción, y los que primero interpretaron luego escribieron en lengua alfabética y tradujeron entre las dos lenguas, la autóctona y la extraña. Y los contactos, bélicos y pacíficos, y los actos coloniales de evangelizar, ordenar, administrar justicia, se hicieron primero por medio de intérpretes, porque no hubo otra manera.
No obstante, también hay que recordar que en buena medida la oralidad presidía toda interacción también entre españoles, y que en algunas situaciones comunicativas, como las rituales y protocolares, el poder de la voz y la oratoria era igualmente inteligible para conquistados y conquistadores. Que en un púlpito o en el estrado o una asamblea se pusieran el personaje y su intérprete lado a lado, y que, alternando sus voces, reduplicaran así el poder de la voz y la palabra hablada, debió hacer no poco efecto en los auditorios. Y, desde luego, la oralidad presidió la divulgación de los escritos durante mucho tiempo, hasta que la literacidad se generalizó.
Es lógico suponer que no debieron ser estos contactos con los europeos los primeros en que se vio interpretar. Las necesidades de comunicación en los vastos territorios multilingües produjeron indudablemente alguna especialización en este sentido[8]. Si los primeros cronistas, alabando el orden imperante en el mercado de Tlatelolco, que debió ser una babel de lenguas, dicen que había un juez que dirimía los pleitos comerciales, es que sin duda se podía recurrir a bilingües que actuarían de intérpretes[9]. Los primeros misioneros también dan pistas sobre la existencia de estos mediadores antes de su llegada:
Esta lengua mexicana es la general que corre por todas las provincias de esta Nueva España, puesto que en ella hay muchas y diferentes lenguas particulares de cada provincia, y en partes de cada pueblo, porque son innumerables. Mas en todas partes hay intérpretes que entienden y hablan la mexicana, porque esta es la que por todas partes corre, como la latina por todos los reinos de Europa. (Mendieta, 1973 [1597]:119).
El uso de intérpretes para la administración colonial se formalizó y reglamentó tempranamente por medio de leyes precisas[10] . En la Nueva España, los hijos de la nobleza autóctona que fueron alfabetizados, principalmente en los conventos franciscanos, transitaron entre una y otra lengua, entre oralidad y escritura y entre códigos escriturales autóctonos e impuestos. Fueron su bilingüismo, sus intereses nobiliarios y sus competencias para estos tránsitos lo que hizo que se colocaran como intérpretes de juzgados. Al mismo tiempo, gracias a las destrezas y modelos aprendidos en los colegios que para ellos se crearon, algunos escribieron importantes obras historiográficas, fruto de traducción del lenguaje de los códices conservados y las narraciones orales que sus antepasados habían memorizado. Son conocidos los nombres de Fernando de Alvarado Tezozómoc y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, o Faustino Galicia Chimalpopoca, representantes de la historiografía colonial de raíz indígena del primer periodo colonial (Romero 2003). En los tres está imbricada su actuación como traductores e intérpretes al mismo tiempo. Así, pues, de una u otra manera, las operaciones interlingüísticas orales fueron parte de los inicios de la historia de la escritura y la cultura letrada.
En todo caso, es importante distinguir entre el clima letrado de los centros virreinales: México, Lima, o Santafé de Bogotá, y la relativa ausencia de letras en las fronteras de conquista, que ocupaban gran parte del territorio y que fueron, algunas, de larga duración. Y también hay que desprenderse de una idea las naciones del XVI como si fueran las del XIX: la Nueva España era más que el México actual; Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá fueron una unidad política entre 1717 y la independencia; y Chile, antes de 1810 era solo una frontera de guerra que dependía de Lima, aunque por un tiempo figuró como Reino, y no consolidó sus fronteras hasta casi 1900. Por lo tanto, si estamos haciendo la historia de la traducción en estos países, hay que saber que las primeras imprentas quizá no estaban en las actuales capitales, sino en los centros virreinales, por lo tanto, por dar un ejemplo, no debería extrañar la poca producción de libros chilenos hasta que se instaló la primera imprenta en Santiago en 1818. Y la relación entre las lenguas indígenas y el castellano en las periferias fue más una relación oral, a base de intérpretes, que de traducción.
También es preciso considerar los sesgos de las fuentes documentales: las fuentes historiográficas militares y eclesiásticas que relatan la empresa de conquista –militar y espiritual- y las resistencias que ofrecía el enemigo indígena, se centran en la acción física y la evangelización, es decir en la oralidad; por lo tanto, habrá más información sobre intérpretes que en la literatura posterior, en que se hace hincapié en la producción intelectual. Asimismo, si una cultura como la mapuche resistió e impidió la consolidación de ciudades (Angol, hoy pequeña ciudad provinciana, fue levantada y destruida siete veces, y Valdivia y Concepción, grandes ciudades costeras, vivieron siempre amenazadas) no hubo posibilidad de que se formaran centros de estudio que cultivaran el mapudungun escrito. Seguramente es el mismo caso de otras lenguas-culturas marginales en las que las obras de traducción que se llegaron a publicar (mayormente misionales) se cuentan con los dedos de una mano. Son, pues, las condiciones históricas las que determinan la existencia de traducciones y la vitalidad del ejercicio de la interpretación, en particular en periodos pre-nacionales.
El caso mapuche
Es interesante al respecto el caso de la relación entre el mapudungun, la principal lengua indígena de Chile[11], y el castellano, y las prácticas de traducción e interpretación que generó en los periodos antes señalados.
En el periodo colonial temprano, el mapudungun[12] fue descrito y gramatizado (Auroux 1994) por primera vez, como las demás lenguas americanas, por los misioneros, con la ayuda de colaboradores indígenas. De los que llegaron primero, el jesuita granadino Luis de Valdivia imprimió en Lima, en 1606, un pequeño volumen que contenía la primera gramática y un breve léxico, seguido de textos doctrinales en ambas lenguas. Se había implicado al mismo tiempo en la búsqueda de una solución política a la interminable guerra de conquista, y le fue dado el grado de Capitán General para que, con su autoridad eclesiástica y conocimiento de la lengua, fuese portador y promotor de un plan novedoso y arriesgado: el cese de la guerra ofensiva contra los mapuche y el abandono de la toma de esclavos de guerra, a cambio de permitir la instalación de misioneros y el libre tránsito hacia al sur del río Biobío, la frontera de conquista. Para esta misión diplomática, que implicaba convencer a los mapuche de la buena voluntad de los españoles, era necesario contar con intérpretes fidelizados. El poder real que obtuvo para llevar a cabo las negociaciones del plan de Guerra Defensiva le daba exclusividad para ello, y contiene tal precisión y detalles que merece la pena reproducirlo:
Y para que mexor se pueda conseguir [el plan de Guerra defensiva] es necesario que haya lenguas e intérpretes de quien se tenga satisfacción y por quien el dicho Padre Luis de Valdivia pueda embiar los recados convenientes a los dichos indios, le doy poder y facultad para que pueda nombrar los dichos intérpretes todas las veces que fueren menester y los remover y quitar. Y mando que no aya otro alguno para el dicho effecto, y que los que asi nombrare, lleben los recaudos y mensages a los dichos indios que el dicho mi Gobernador y Capitan General y el dicho Padre Luis de Valdivia les mandaren. Y a ellos y no a otra persona alguna vuelvan con sus respuestas, obedezcan y respeten, guardando sus ordenes, so las penas que les pusiere, las quales he por puestas.[13]
Así pudo introducirse en los coyagtun, las asambleas indígenas, acompañado por los soldados intérpretes Francisco Fris y Luis de Góngora, individuos mestizos, nacidos en la frontera. Con ellos citó también a los dirigentes mapuches a reuniones que organizó según los ritos indígenas, y mandó esperanzadores informes a sus superiores y al consejo de Indias. En uno de ellos, en 1605, al explicar cómo se organizaban los indígenas, sus jerarquías y formas de deliberar, había escrito que “para las cosas de paz universal”, se reunían en estas asambleas, “que llaman coyagtun, y son como en Francia el Parlamento”[14]. Esta equivalencia de traducción (que quedó fijada en el vocabulario político) permitió hacer inteligible y aceptable para la monarquía española (y contra el parecer de muchos escépticos) que las máximas autoridades coloniales y las dirigencias indígenas se reunieran periódicamente para tratar de paz. Posiblemente también haya permitido conservar su dignidad a la parte mapuche, en una situación que les era adversa y en la que confrontaba sin duda oposición interna.
No obstante, las paces eran frágiles y el proyecto de guerra defensiva fue desacreditado y perdió el favor real pocos años después. En la campaña que se llevó a cabo contra Luis de Valdivia, sus intérpretes Fris y Góngora declararon en audiencia que les obligaba a mentir en lo que decían los caciques mapuches, que tergiversaba lo que decían, y lo acusaron de amenazas e intentos de corrupción. Haya sido o no cierto, el jesuita volvió sin gloria a España y murió en Valladolid, en 1641.
Este caso es revelador de la implicación entre traducción e interpretación: primero fue el habla y la negociación; por el habla y mediante los intérpretes se encontraron o construyeron las equivalencias funcionales al proyecto (caso de coyagtun = parlamento), y seguramente se descartaron otras. Luego se registraron por escrito y las encontraremos en diccionarios posteriores.
Pese al fracaso del plan de Guerra Defensiva, la cooptación de los coyagtun autóctonos para sellar las paces con los españoles hizo que la práctica de los parlamentos se mantuviera, produciendo la larga tradición de parlamentos que conocemos (Zavala 2015; Payàs 2018; Dillehay, Zavala y Payàs 2020; Zavala, Dillehay y Payàs 2023), con la figura de los intérpretes o lenguas generales para cada parlamento, protocolizada su intervención en un juramento que daba inicio a las asambleas. De la extensa documentación administrativa que produjeron los más de treinta parlamentos que van de 1593 a 1803 hemos sacado a luz muchos casos y nombres de intérpretes, con detalles sobre sus intervenciones y modos de operar. También hemos comprobado que eran supervisados por los misioneros, en su calidad de letrados conocedores de la lengua indígena; es decir que los misioneros, traductores, supervisaban a los soldados, intérpretes. Estos interpretaban, y aquéllos verificaban la fidelidad y moralidad con la que habían interpretado, como lo decía la fórmula, “todo cuanto su señoría dijo, como todo lo que los indios contestaren y lo demás que produjeren”. Esta práctica de interpretación bilateral, muy formalizada, se consolidó a medida que los parlamentos se convertían en el eje de las relaciones fronterizas.
Las obras gramaticales que han subsistido del periodo tardocolonial, que corresponde al segundo de nuestra periodización, también jesuíticas, son reveladoras de un cambio de clave: el interés evangelizador retrocede en favor de un cierto carácter etnográfico y hasta enciclopédico, que permite dar cuenta de la importancia de estas relaciones diplomáticas. Uno de estos gramáticos fue el padre jesuita Diego de Amaya, nacido en la frontera a principios del XVIII, y bilingüe de nacimiento, cuyo diccionario manuscrito, elaborado en los parlamentos mismos en los que participó, fue recogido póstumamente por otro jesuita, el catalán Andrés Febrés, que lo puso en un “calepino” inserto en su Arte de la lengua del reino de Chile (1765). Esta extensa obra gramatical, lexicográfica y de materia doctrinal fue el principal referente para la lengua de los mapuche, el mapudungun, hasta ya entrado el siglo XX. He aquí a continuación algunos ejemplos del lenguaje empleado en los parlamentos que se registran en dicho calepino:
Chucau ó vdad, un pájaro del monte: chucau vemleaiñ cam? ¿Hemos de estar como los chucaues, escondidos en el monte? Es modo de hablar en los parlamentos. (Febrés 1756: 49)
Ghutenien, ó Rúthenien, tener como cogido con la mano, tener en un puño, tener á su disposición y mando, con autoridad, etc.; ghútenieavimi meli uútan mapu, tendrás en un puño a las cuatro Provincias de la tierra, ó estarán á tu querer, etc., y es modo de hablar elegante y muy usado en los parlamentos. (Febrés 1756: 90)
Pichiga, pichigañi, partícula de adorno en parlamento. (Febrés 1756: 188)
Conviene subrayar que coyagtun es el espacio de negociación, en el que se emplea un registro especial de habla, “elegante”, el coyagh, del mismo modo que, en castellano, ‘parlamento’ significa la instancia de reunión (“como en Francia”), y ‘parlamentar’ es la manera de hablar que se emplea para componer una relación o buscar la paz. Se había encontrado, o fabricado, de esta manera, una equivalencia de traducción que era a la vez una coincidencia cultural y de imaginarios construidos oralmente. Una vez más, el habla rige, y la letra escrita sigue, y fija.
Gracias a la resistencia indígena y al modelo sui generis de ocupación a partir de mediados del XVII, el mapudungun parece haber conservado su plena funcionalidad al sur del río Biobío durante el periodo colonial, mientras se mantuvieron los mapuche en la ambigua condición de vasallos con autonomía territorial. Su resistencia a conformar pueblos y aceptar el pacto colonial (que implicaba la castellanización) parece haber mantenido la lengua en toda su vitalidad. Pero tras una guerra civil entre partidarios mapuche de la monarquía y de la república, en cuanto los españoles fueron expulsados a partir de 1825, la lengua irá retrocediendo en territorio, población hablante y lugar social, a medida que la república chilena ocupa militarmente la Araucanía.
Con todo, en medio de la guerra de ocupación, todavía a fines del XIX la fuerza y persistencia de esos parlamentos estaba presente en la memoria:
La expedición llevada a cabo de una manera tan repentina e inesperada fue una sorpresa para los indios, que no tuvieron tiempo para prepararse a resistirla o estorbarla [….] Estaban acostumbrados a que estas operaciones de avance de frontera o fundación de fuertes fueran siempre precedidas de conferencias o de negociaciones en que se les trataba de potencia a potencia[15]
So pena de perder toda legitimidad, la ocupación militar no podía ser un aplastamiento total, de manera que, para simular una pacificación voluntaria, el ejército chileno impuso una versión, degradada, cierto es, de los parlamentos, más cercana a los acuerdos de rendición o pactos de sumisión. Así es como, entre 1803 y 1882, otra serie de más de cuarenta “parlamentos” entre el ejército chileno y las jefaturas mapuches sellaron la pérdida territorial de este pueblo y su autonomía política (Zavala y Payàs 2024). En todos los tratos, las autoridades mapuches, aun sabiendo español, pedirán que haya intérpretes.
Estamos entonces en el tercer periodo. Hacia fines del XIX, políticos y estudiosos afirman que esa lengua se va a extinguir, como los indios, que a efectos legales desaparecen[16], y los viajeros y etnógrafos constatan en sus relatos que las generaciones de jóvenes indígenas aprenden castellano, mientras que los mayores y las autoridades se resisten, aunque de hecho no vacilan en mandar a alguno de sus hijos con los misioneros para que aprendan castellano y así puedan defenderse de quienes, mediante artimañas legales, quieren quitarles las tierras. Así es como se va pasando del monolingüismo mapuche al bilingüismo mapudungun-castellano en cuestión de un medio siglo aproximadamente. A esta generación de individuos de fines del XIX pertenecen los intérpretes de juzgados, educados en las escuelas misionales y algunos de ellos incluso titulados como maestros en las escuelas normales. Tres descendientes de un mismo linaje son algunos de ellos: Lorenzo Coliman, salido de la Escuela Misional de Collipulli, fue a Santiago a estudiar como maestro en la Escuela Normal (1876), regresó a la Araucanía y era intérprete del Juzgado de Letras de Angol en la década de 1880. Puso escuela en Temuco, y sirvió como traductor y colaborador del etnógrafo Tomás Guevara[17]. Con carreras similares, Juan Bautista Colipi y Jose Pinolevi, parientes suyos, también eran intérpretes de juzgados en la misma época (Payàs y Ulloa 2023).
Ya a caballo del siglo XX, algunos, como Manuel Manquilef (Manquilef 1911; 1914) y Manuel Aburto Panguilef (2013 [1940-1951]), colaboraron con los etnógrafos y lingüistas que, como Tomás Guevara, registraban la lengua y costumbres de ese pueblo que se consideraba destinado a desaparecer, y fueron parte de la primera generación de intelectuales mapuche, al pasar de intérpretes e informantes a escritores y traductores. Su conocimiento de la administración acentuó su compromiso político: fueron también fundadores de las primeras asociaciones indigenistas y alcanzaron a ocupar escaños parlamentarios.
Conclusión
Traducción e interpretación poseen una misma naturaleza y pertenecen a un mismo orden (y uso deliberadamente el término “orden”, como lo usa Roger Chartier[18]), el orden de la mediación lingüística, aunque se ejercen sobre soportes distintos. Son una constante histórica, y por ser servicios de la comunicación, contienen claves para la comprensión de las relaciones interlingüísticas e interculturales. La traductología profesional, por su sesgo disciplinar y formativo, nos ha acostumbrado a separar la práctica oral de la escrita, y por eso el pensamiento sobre ambas ha corrido, en general, por cauces distintos, lo que quizá haya influido a su vez en la investigación histórica, que tiende a estudiarlas por separado.
Tratamos de mostrar en este estudio lo revelador que resulta en la historia colonial hispanoamericana abordar la mediación lingüística como fenómeno que abarca las dos prácticas, oral y escrita. Justifica este enfoque dual el hecho de que la historia colonial está profundamente imbricada en la problemática lingüística en general, y traductológica en particular: multiplicidad de lenguas autóctonas, presencia implícita del latín como modelo, confrontación entre oralidad y escritura, formas de registro diversas y cambio de soportes materiales, además de la traducción de materia cultural e ideológica. Tiene, además, sentido este enfoque porque en algunos casos significativos son los mismos individuos los que ejercen las dos modalidades, o porque en muchos casos, la traducción oral es fuente y condición de la traducción escrita, como ocurre cuando está al servicio de la diplomacia o de la producción de conocimiento etnográfico. Que el estudio de la traducción sobre soporte textual nos acerque a la historia intelectual mientras que el de la interpretación pida un acercamiento más bien sociohistórico o antropológico no nos parece argumento a favor de aplicar siempre un trato por separado. Al contrario, observar las distintas prácticas interlingüísticas con un mismo lente, unas veces telescópico y otras microscópico, reconociendo que unas veces se puede periodizar y otras hay que arreglárselas para ordenar la casuística de distinta forma, es un ejercicio estimulante, que puede producir información de mayor pertinencia histórica. El poder de representación de la traducción (soporte textual) y el poder presentificador de la interpretación (soporte oral), que en este trabajo hemos mostrado en combinación, abren caminos para comprender en todo su alcance la complejidad y profundidad histórica de las prácticas de mediación lingüística.
Ahora bien, parece interesante preguntarnos, como hacíamos provisionalmente al comienzo, si el enfoque dual, que creemos tiene pertinencia en estos contextos aquí descritos, es solamente un enfoque metodológico, o si mueve además a un replanteamiento epistemológico o de categorías de estudio. Sin pretender dar respuesta aquí a esta interrogante, que nos rebasa por ahora, podríamos dejar planteado para discusión que en algunos contextos y según sean los objetivos de investigación, no parecen disociables traducción e interpretación, y más bien se explican mutuamente. Cuando se trata de conocer y explicar las funciones sociales, culturales e históricas de la mediación lingüística, diríamos que esta asociación produce información cualitativamente más interesante que si se estudian por separado. Otros objetivos, más acotados si se quiere, pueden dar lugar a acercamientos más intradisciplinares, y a análisis de cada práctica per se, sobre la base de los marcos teóricos traductológicos.
Mientras, sigamos profundizando en la naturaleza compartida de la traducción y la interpretación, es decir, en ese “orden de la traducción” a la que pertenecería toda transferencia entre lenguas o lenguajes solicitada como servicio de la comunicación y realizada sobre soportes distintos.
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Notas
[1] Parafraseando a Pascale Casanova en La république mondiale des lettres, París, Seuil, 1999.
[2] Sin desconocer los trabajos pioneros de Danika Seleskovich, Marianne Lederer, y Daniel Gile, desde luego. Y, en español, los significativos aportes que han hecho los colegas de las universidades de Granada, Salamanca y Alcalá, en particular sobre la interpretación de servicios públicos.
[3] El Grupo de Investigación Reconocido (GIR) Alfaqueque, sobre estudios de interpretación (https://alfaqueque.usal.es/), fue fundado en la Universidad de Salamanca por Jesús Baigorri en 2009. Se compone actualmente de ocho miembros, de las universidades de Bolonia (Italia), Hildesheim (Alemania), Católica de Valparaíso y Católica de Temuco (Chile). Sus investigaciones abarcan contextos actuales e históricos, géneros, lenguas, problemáticas y una variedad de ámbitos geográficos.
[4] Particularmente en su capítulo “Interpreting identity”.
[5] Cada investigación puede requerir sus protocolos de observación. Lo hemos hecho para el rastreo de intérpretes en crónicas coloniales (Payàs 2010a) o para la observación de las dificultades de comunicación en tribunales de justicia actuales (Payàs y Le Bonniec 2019)
[6] Al respecto, es destacable la cercanía con los intereses de la historia conceptual y la historiografía lingüística.
[7] H. U. Gumbrecht, Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir (trad. Aldo Mazzucchelli), México, Eds. Universidad Iberoamericana, 2005.
[8] Aunque no es posible poner fecha a la aparición de estas denominaciones, en el primer gran diccionario de la lengua mexicana (Molina,1555) se registran las palabras para “traducción” y “traducir” en náhuatl: tlacolcuepaliztli y cuepan tlatolli, literalmente “volver la palabra”, de la raíz cuepa (vuelta, revés) y tlatoa (palabra, habla). Se registra asimismo nauatlatoa, el “oficio de faraute”, es decir, ya como cargo oficial, nauatlato, “faraute o intérprete”, nauatlatoliztli , “interpretación de faraute”, En este caso, la raíz naua se encuentra también en nauati, “hablar alto o tener buen sonido la campana”, y nauatl, “cosa que suena bien, así como campana, etc… o hombre ladino”, nauatlolcuepa, “romancar o traducir algo de una lengua a otra. La riqueza del campo semántico y el desarrollo morfológico de los vocablos hacen pensar que no fueron creaciones posteriores al contacto. Sin embargo, es posible que nahuatlato haya adquirido alguna acepción neológica por el uso especializado que tuvo en la administración de justicia.
[9] Recordemos que la extendida práctica de toma de cautivos, que produjo sin duda individuos bilingües, como el caso de Doña Marina (Malitzin), o el mismo Jerónimo de Aguilar, sobradamente estudiados.
[10] El capítulo XXIX, Libro II, de las Leyes de Indias recoge la reglamentación sobre intérpretes desde 1529 hasta 1630. Su articulado es revelador de la necesidad de regular y controlar un servicio que implicaba gran responsabilidad y también muchas ocasiones de abuso (Alonso 2005).
[11] Hoy el mapudungun o lengua mapuche, lo hablan con distinto grado de competencia unas doscientas mil personas y se encuentra en un proceso de revitalización entre los jóvenes urbanos como parte de una reetnificación y reivindicación identitaria y política.
[12] Consideramos las obras gramaticales que escribieron los misioneros en América como pertenecientes al ámbito de la traducción. pues con ellas se fijan las lenguas indígenas en comparación con el latín, el castellano e incluso a veces entre sí, y porque además suelen acompañarse de vocabularios bilingües y de textos doctrinales con el original y la traducción a la vista. Toda traducción posterior en estas lenguas se debe a la existencia de esta “construcción” colonial que se hace por medio de un parangón con una lengua dominante (Payàs 2010b). Esta perspectiva centrada en la traducción se distingue, sin oponerse, de la lingüística misionera y la lingüística diacrónica (véase Zwartjes 2000, Zimmerman 2006),
[13] Provisión del Virrey Marqués de Montesclaros, 26 de marzo de 1612, cit. en Diego de Rosales (1989), Historia General del Reino de Chile, 2° ed., rev. Mario Góngora, Santiago, Ed. Andrés Bello, II: 532.
[14] “En las cosas de paz en cada parentela, el pariente mayor es suprema caveza con el qual se junta el pariente agraviado a bengar sus injusticias y en las de la paz universales y perpetuas como pagar tributos o poblarse o evitar algun daño universal ú otros de bien de toda la provincia se haze junta universal ques toda la ayllaregua, y esta junta llaman en su lengua coyagtun que es como en Francia el parlamento.”
(Zavala 2015: 59) El destacado es nuestro.
[15] Memoria del Ministro del Interior, presentada al Congreso Nacional en 1881. Santiago de Chile. Imprenta Nacional, 1881, pág. 236. El destacado es nuestro.
[16] Una de las consecuencias de las políticas liberales que se instauraron con las repúblicas recién inauguradas fue precisamente la extinción de la categoría de “indio” en la administración, que desaparece bajo la denominación de “ciudadano”. Esta desaparición, por supuesto, no correspondía a ninguna realidad.
[17] Los estudios de Tomás Guevara (1865-1935), basados en buena medida en traducciones, forman parte del acervo de la primera araucanística.
[18] Chartier, Roger (1992). El orden de los libros. Trad. Viviana Ackermann. Barcelona, Gedisa.
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"Historia de la traducción / historia de la interpretación ¿Por qué no se pueden disociar en los contextos coloniales?"
inTRAlinea Special Issue: Intérpretes: historiografía, contextos y perspectivas de una práctica profesional
Edited by: Críspulo Travieso-Rodríguez & Elena Palacio Alonso
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